top of page
Buscar

Menores no acompañados que vivieron en albergues y cuya reunificación tomó meses necesitarán terapia

Jenifer, una niña hondureña de 13 años que viajó sola hasta Texas, demoró cuatro meses para poder reunificarse con su madre y hermanos y se contagió de COVID-19. Los especialistas creen que las secuelas de ese trauma perdurarán toda la vida.


Jenifer Isabel Ramos Aguilar, de 13, no veía a su madre ni a sus tres hermanos desde hace 2 años y medio, por eso cuando llegó a fines de junio procedente de Nueva York a la sala de arribos del Aeropuerto Intercontinental George Bush, en Houston, Texas, el abrazo del reencuentro fue más que efusivo, fue eterno.

Entre lágrimas, palabras de cariño y la mirada de viajeros que se detuvieron a presenciar el momento, el abrazo se hacía más fuerte, como para que nada los separe.


“Ya estamos juntas, ya estás aquí”, le repetía su mamá, Nancy Ramos, entre sollozos, evocando quizás los momentos difíciles que encaró la menor al cruzar sola la frontera el 19 de marzo de este año o, peor aún, cuando se enteró que su hija intentó quitarse la vida en un albergue cuando ya tenía casi dos meses de haberse entregado a las autoridades migratorias en Brownsville, Texas.


Jenifer, la segunda de cuatro hermanos, salió de Honduras el 25 de febrero de este año acompañada de un pequeño grupo de personas. Recorrió Guatemala en un día y estuvo en México más de una semana. Llegó a la frontera con Texas el 19 de marzo “y me entregué a la Patrulla Fronteriza”.


Sus primeros 16 días los pasó en las tiendas de campaña saturadas del centro de detención de Donna, Texas, foco de críticas mediáticas en su momento por desbordar la capacidad límite de personas. Pensó que pronto vendría su mamá a recogerla. Nunca se imaginó que tendría que esperar cuatro meses, primero en ese centro de detención y, luego, en dos albergues ubicados en tres estados diferentes, recorriendo el país de una punta a la otra.



“A veces que la comida que nos daban ya estaba vencida y cuando te sentías mal, nos decían ‘tome agua, tome agua y tome agua’. Si uno se desmayaba allí, decían que era mentira”, asegura la menor que contrajo COVID-19 en Texas.


Cuenta que dormía en un colchón con otras seis niñas en un espacio abierto pero cercado, frío, mal oliente, y que las despertaban en la madrugada con un puntapié para tomar lista.


“Ese lugar era muy feo”, recuerda.


La menor llegó en el momento cuando se registró el mayor número de cruces de niños sin acompañantes del año fiscal: 17,148 en abril de 2021, casi el doble comparado al mes de enero (9,429 cruces) del mismo año, según cifras del Departamento de Seguridad Nacional.


La llegada masiva de menores a los centros de detención, que son administrados por la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, en inglés) —en donde solo pueden permanecer por un periodo de 72 horas como máximo, salvo contadas excepciones— saturó la capacidad de camas disponibles y por eso tuvieron que quedarse más tiempo, como le sucedió a Jennifer.


Al menos eso deduce Mark Greenberg, director de Iniciativa de Servicios Humanos con el Instituto de Política Migratoria con sede en Washington. Según cuenta, la alternativa que buscó el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, por sus siglas en inglés) debido a la gran cantidad de menores fue poner en marcha los refugios de admisión de emergencias.


“Son instalados rápidamente en auditorios, coliseos, almacenes o espacios con tiendas de campaña con la finalidad de llevar a cabo el traslado de menores para que no sigan bajo la supervisión de CPB, pero no cumplen con los requisitos del programa”, explica Greenberg, exdirector asistente de la Administración para Niños y Familias del HHS durante los tres últimos años del Gobierno de Barack Obama.


En otras circunstancias, los menores como Jennifer, explica Greenberg, habrían sido reubicados en refugios regulados por el gobierno estatal que cuentan con personal capacitado en servicios médicos y de salud mental, educadores y acceso a servicios legales.


“Me quise hacer daño”


El 2 de abril, Jenifer fue trasladada del campamento de Donna a un albergue temporal de menores a 1,500 millas de distancia, en el centro de convenciones de San Diego, California, acondicionado para alojar a niñas de entre 13 y 17 años por 30 a 35 días como máximo. Jenifer permaneció 53 días en ese lugar.


Durante su primera semana en San Diego, Jenifer estuvo en cuarentena por medida de salud, con poco contacto con las demás niñas, para prevenir la propagación del coronavirus. Luego, “pude socializar”.


Tres semanas más tarde, ante la incertidumbre de su futuro y al no tener comunicación con su madre, la ansiedad y la depresión empezaron a interferir en su estado emocional. Fue internada en un hospital en el área de salud mental por tres días.


“Y pues tuve una recaída y me quise hacer daño. Me quería cortar y quería matar a las otras niñas porque oía voces en mi cabeza”, recuerda Jenifer. La adolescente se dio cuenta que al desarmar las mascarillas que le entregaban en el albergue podía utilizar el alambre que sujeta la parte nasal para autolesionarse.




“Me vinieron muchos recuerdos y pensaba que no iba a salir de allí porque siempre veía a las demás niñas que salían de San Diego, que ya iban con sus padres, y yo me quedaba allí, y pues a veces me daba tristeza”, apunta.


A partir de ese momento, las cosas cambiaron. La menor estuvo bajo supervisión médica las 24 horas, recibió terapia y, después de casi dos meses desde que llegó al país, pudo comunicarse vía telefónica con su mamá, quien se enteró de lo sucedido porque se lo contó su hija.


“Y días después de hablar con la niña se comunicaron [las autoridades] conmigo para contarme lo que había pasado”, recuerda Ramos. “Imagínese qué mamá no va a reaccionar cuando le dicen eso de su hija”.


Greenberg sugiere que, debido a la informalidad con la que se armaron esos centros de emergencia, como el de San Diego, no se aplicaron ciertas normas básicas, como el derecho a un mínimo de dos llamadas telefónicas a la semana con un familiar, ya sea en el país o en el extranjero, como lo establece el reglamento de la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR, en inglés).


Hay casos similares que se repiten, de padres que desconocen el paradero de sus hijos y de menores que no saben qué está pasando”, dice el experto.




Trauma a largo plazo


Jenifer cuenta que en el albergue temporal prefería aislarse de los demás niños, en parte por la inquietud de su situación, pero también por los medicamentos que tomaba: un antidepresivo y un ansiolítico. El primero, Zoloft, indicado para el tratamiento de trastorno depresivo mayor en adultos, y el segundo, Atarax, para el tratamiento sintomático de la ansiedad en adultos.


De acuerdo con Elizabeth Barnert, pediatra y docente universitaria con la Universidad de California en Los Angeles, especialista en investigaciones sobre la separación de menores durante la guerra civil en El Salvador, procesar ese trauma va a ser un camino difícil que acompañará a Jenifer toda su vida.


“Se acordará de ese episodio durante la adolescencia, cuando sea adulta, cuando se case, cuando tenga hijos, será para siempre”, dice Barnert, que también forma parte del proyecto científico Puente ADN, que busca identificar y localizar, a través del ADN, a las familias separadas de sus niños ya sea en conflictos armados, desastres o por desplazamientos migratorios.


La solución, según Barnert, sería vivir en “un mundo más justo”, pero el proceso de separación de menores deja secuelas por el sentimiento de abandono, culpa por la separación, depresión, pensamientos suicidas e incertidumbre porque “no entienden qué está pasando”.


Barnert critica el gasto de recursos públicos que hace el gobierno, “que no estuvo preparado para recibir a tantos niños”, al trasladar a una menor como Jenifer de un estado a otro en lugar de haber acelerado el proceso y dejarla en Texas donde vive su madre.


“Podemos usar el dinero para cosas más importantes, por ejemplo, la educación de esta niña, de su comunidad”, aclara la especialista.


Susana Rivera, directora del Centro de Respuesta al Estrés Traumático Fronterizo, ubicado en Laredo, Texas, ofrece terapias a través de consejería a menores inmigrantes desde hace más de dos décadas, y según relata, los casos extremos en donde los menores intentan hacerse daño son comunes y debe ser visto como un problema serio de salud pública.


“No es fácil comprender a esa edad que no pueden estar junto a sus papás o mamás, o con sus hermanitos, o cuando preguntan ‘por qué se llevaron a mi papá, cuándo lo volveré a ver, cuándo podré regresar a mi casa’, y nadie puede darle una respuesta. Ni nosotros lo sabemos”, relata Rivera.


“Entonces llegan a extremos porque sienten que no tienen otra opción”, agrega. En el Centro, según ella, atienden también a menores que han nacido en este país de padres deportados que enfrentan las mismas disyuntivas: incertidumbre por la separación que conlleva a un cuadro de depresión y de angustia extrema.


Rivera, así como Barnert, aconseja que a los niños que han pasado este tipo de traumas se les ofrezca de forma indefinida terapias psicológicas, ya que de no hacerlo la salud del menor podría deteriorarse, dependiendo del entorno.


De California a Nueva York


Jenifer asegura no arrepentirse de haber pasado “toda esa travesía para estar con mi familia”, pero tiene ciertas reservas, por eso quizás aconseja a otros niños que piensan viajar solos a no venir a este país.


“Sé que algunas personas quieren tener un futuro mejor, pero también uno tiene que pensar en si hacerlo o no, porque uno en inmigración sufre estando en albergues. Uno sufre”, repite, mientras rememora cierta tristeza al haber dejado a sus abuelos maternos, Mira y Clemente.


Ellos la cuidaron desde noviembre de 2018, cuando su mamá, dueña de un pequeño negocio de venta de comida, decidió abandonar su país por las amenazas que recibía de extorsionadores que le pedían un cupo semanal a cambio de no matarla.





Jenifer recuerda que el 25 de mayo de este año, en San Diego, esperaba con ansías una video llamada programada con su madre, cuando le comunicaron que debía alistar sus pocas pertenencias.


“Entonces pensé que la vería por fin a mi mamá”, recuerda. Sin embargo, ella y un grupo de niñas tomaron un vuelo de 2,700 millas de distancia, surcando todo el país. Jenifer fue internada en The Children’s Village, un albergue reconocido con cerca de 170 años de trayectoria ubicado en el estado de Nueva York.


“Estuve en cuarentena una semana, pero me trataron muy bien”, asegura Jenifer. Fue en ese lugar cuando Ramos, quien trabaja en limpieza los días de semana y de mesera los fines de semana en Houston, sintió que el trámite para la reunificación con su hija era un hecho y que pronto lograría abrazarla, tenerla con ella y “no separarnos nunca más”.


Por fin, juntas


Telemundo Houston Digital solicitó una entrevista con HHS para conocer los pormenores de las decisiones que tomaron para que menores como Jenifer permanezcan tantas semanas en los refugios de emergencia.


HHS contestó a través de un comunicado que esos lugares “tienen como propósito ser temporales para facilitar la rápida transferencia de la custodia de los menores”, y aunque no asume responsabilidad por las demoras como la de Jenifer, sí reconoce que siguen efectuando mejoras al incrementar el personal “para reunificar de manera segura y rápida a los menores con sus familiares”.


Greenberg cree que lo que pudo haber pasado con Jenifer al enviarla a Nueva York desde California, es que en ese momento ese era el único lugar disponible con capacidad para aceptar menores.


Jenifer estuvo en The Children's Village por 30 dias. Llegó a Houston el 25 de junio, acompañada de una trabajadora social. La menor vive ahora con su madre y sus hermanos en un apartamento de dos recámaras en el sur de Houston. Le encanta leer libros de ficción y de historia, y dice que en agosto irá a la escuela para estudiar, aprender, ganarse becas estudiantiles y de grande ser una docente universitaria de literatura.


“Me gusta también socializar un poco, pero no tanto porque hay veces que, no sé, no me gusta, prefiero estar en mi espacio”, sostiene.


Su período duró 120 días desde que salió de Honduras hasta llegar a Houston. El abrazo con su mamá y con sus hermanos se dio luego de 967 días (2 años, 7 meses y 24 días).


Su mamá, que dice estar buscando un especialista para que Jenifer siga un tratamiento y pueda seguir tomando sus medicamentos (Zoloft y Atarax), alerta que la menor ha estado alegre pero que “a ratos se pone triste y llora desconsoladamente”.


Artículo tomado de Telemundo


8 visualizaciones0 comentarios

Comments


Commenting has been turned off.
bottom of page