En 1943, la filósofa judío-alemana Hannah Arendt escribió We refugees. En él, comienza su reflexión con una afirmación contundente: “No nos gusta que nos llamen refugiados”. Al reflexionar su experiencia, establece que prefieren llamarse recién llegados, debido a que, hasta ese momento, el término refugiado era un nombre que se daba a aquellos que tuvieron que procurar refugio porque sus opiniones políticas de opinión u oposición eran contrarias a la posición estatal. Fue así como con los refugiados judíos cambió el sentido del término refugiados, ya que los cientos de miles de personas que huyeron y abandonaron su tierra en Alemania, Francia o Italia no tenían una opinión política ni una militancia social específica.
En la actualidad, la palabra refugiado lleva consigo un mensaje claro: una persona que huye por la persecución y el temor a dicha persecución. Sin embargo, parecería ser que este mensaje está cambiando frente a los nuevos retos que trae consigo el siglo XXI. Los conflictos armados, las graves violaciones de derechos humanos o la violencia generalizada ya no son únicamente las principales causas de desplazamiento a nivel mundial. En la actualidad, un gran número de personas se están desplazando como una forma de supervivencia frente a la pobreza extrema, el colapso de los medios de subsistencia tradicionales, la inseguridad alimentaria e hídrica, todos ellos como efecto del cambio climático a nivel mundial.
En su discurso sobre la Cumbre de Acción Climática, el Secretario General de la ONU António Guterres, advirtió que el “cambio climático es la crisis definitoria de nuestro tiempo y está ocurriendo aún más rápido de lo que temíamos”. Diariamente, en distintos puntos geográficos aparecen diversas señales de la transformación climática que nos acecha: cambiantes pautas meteorológicas, incendios devastadores y sequías persistentes, inundaciones sin precedentes, el aumento progresivo de nivel del mar, continuos desastres naturales, entre otros ejemplos. Esta realidad incluso se observa diariamente en las comunidades de Latinoamérica. En Panamá, por ejemplo, existen zonas que están sufriendo las consecuencias del cambio climático. Es así que, en Gardi Sugdub, mejor conocida como isla Cangrejo, existe desde hace algunos años un programa voluntario de traslado a tierra firme. Esto debido a que la mayoría de los habitantes de la etnia guna que viven cerca de la costa, sufren o han sufrido los estragos de la subido en el nivel del mar.
Otro ejemplo se observa en las sequías continuas que azotan el llamado “Corredor Seco” de Centroamérica, que se encuentran estrechamente relacionadas con los fenómenos climatológicos extremos provocados por el cambio climático. En esta línea, el director regional para América Latina y el Caribe del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas, Miguel Barreto, observó que en los últimos cuatro años el 18 % de las personas que se fueron de Guatemala lo hicieron por culpa de los efectos climáticos adversos, una cifra que se sitúa en el 14 % en Honduras y en el 5 % en El Salvador. La mayoría de las personas que forman parte de esta estadística abandonan su lugar de origen por un motivo claro: sobrevivir a las adversas condiciones climáticas, que les impiden obtener seguridad alimentaria, agua y acceso a fuentes de trabajo.
Aun frente a un contexto que nos ve de frente y no podemos obviar, las personas que se han visto forzadas a desplazarse a raíz del cambio climático se mantienen invisibilizadas y desprotegidas. La definición de refugiado climático no está contemplada en el derecho internacional, ya que esto significaría un cambio del paradigma tradicional del refugio que por ahora define a los refugiados como personas que huyen de su propio gobierno o de agentes privados de los cuales el gobierno no puede o no quiere protegerlos. Una persona que huye de los impactos del cambio climático no escapa de su gobierno, más bien huye como un mecanismo de adaptación frente a los impactos ambientales. Tampoco existe una norma explícita con relación a la protección de los derechos de personas desplazadas internas o transfronterizas por razones de cambio climático. Peor aún, no se ha desarrollado ningún instrumento internacional que garantice los derechos a las personas desplazadas forzadamente por el cambio climático y que establezca obligaciones específicas frente a este desplazamiento forzado.
Las deudas de nuestros sistemas de protección se mantienen e impactan directamente a la población que desde ahora, o más bien, desde hace años y sin reconocimiento, se ha visto forzada a huir ante los efectos del cambio climático en sus comunidades. Por ejemplo, en 2018, Costa Rica adoptó un Plan Nacional de Adaptación conforme al proceso de la Convención Marco de la Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Sin embargo, esta política nacional no hace mención alguna sobre las cuestiones de migración o desplazamiento. No obstante, vemos algunas luces. En los últimos años se han generado dos corrientes que de manera indirecta han extendido la protección de las personas desplazadas forzadamente por el cambio climático.
La primera corriente surge a partir de la obligación de los Estados de proteger frente a los efectos causados por desastres naturales. En este sentido, existen varios instrumentos jurídicos, como el Marco de Sendái para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030, que han buscado reducir sustancialmente el riesgo de desastres, incluyendo varias referencias a los desplazamientos causados por desastres relacionados con el cambio climático. Así también, los desastres, su relación con el cambio climático y la degradación ambiental se abordan en el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, que incluye una serie de medidas relativas a la prevención de los desplazamientos.
La segunda corriente, en cambio, surge a partir de los instrumentos jurídicos internacionales referentes a la mitigación y adaptación frente al cambio climático. En este sentido, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y los acuerdos posteriores, así como el Equipo de Tareas sobre los Desplazamientos bajo esta Convención, han identificado cómo los efectos adversos del cambio climático que son de evolución lenta y no tan notorios pueden generar un desastre natural que aumente los riesgos de desplazamiento. Por tanto, observan en la necesidad de tomar medidas de mitigación o de adaptación que prevengan esta consecuencia.
Sin embargo, los planes de reducción del riesgo de desastres, preparación y contingencia no son una respuesta efectiva frente al desplazamiento forzado causado por el cambio climático. Esto debido a que, bajo el régimen jurídico mundial, para que un Estado brinde una respuesta específica frente a la necesidad de protección de una persona, como primer requisito, se requiere que se reconozca su razón de desplazamiento y su condición jurídica frente a dicha situación. Al final, para bien o para mal, a todas las personas se nos impone una condición o categoría jurídica que influye en nuestra protección y realidad: a veces nacionales, otras veces como extranjeros, migrantes, o refugiados. Así, mientras las personas que huyen frente a las adversidades del cambio climático, y las profundas consecuencias que esta situación tiene para su vida y su integridad, no sean reconocidas como tal, su protección se verá limitada.
En este sentido, visibilizar a esta población a través de un nombre o una categoría específica, no solo les permitiría acceder a una protección estatal un poco más eficaz, sino que también, permitiría visibilizar en mayor medida al cambio climático como un reto real y directo, que no se encuentra a largo plazo, si no está latente en nuestra realidad. Aún no me atrevo a colocar un nombre a esta diáspora, pues más allá de poder convertirse, o no, en refugiados, son supervivientes del inmenso efecto de uno de los retos más grandes de la humanidad, el cambio climático. Y, el nombre dado, será su primera forma de protección.
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